jueves, 24 de noviembre de 2011

LA JUVENTUD DE DON QUIJOTE (de Cervantes)

Granada, 7 de abril.

En la preciosa colección de manuscritos desconocidos que comprara en Londres hace ya algunos meses, y que perteneciera a Lord Everett, he hallado un esbozo titulado Mocedades de Don Quijote, manuscrito autógrafo de Don Miguel de Cervantes y desconocido hasta ahora para todos los estudiosos de la literatura castellana. Lo hice descifrar, transcribir y traducir por un joven profesor de esta ciudad, y finalmente pude leer esta inédita prehistoria del famoso Caballero de la Triste Figura.

Como lo recordarán todos, la famosa Obra de Cervantes nos presenta a un Don Quijote que alrededor de los cincuenta años se ha retirado a su casa de Argamasilla de Alba para leer novelas de caballería. Acerca de la vida que llevara hasta ese tiempo, es nada o casi nada lo que nos dicen las dos partes de la obra publicadas hasta el presente. Es mi opinión que Don Miguel tenía en su ánimo la idea de narrar tambien la juventud de su héroe, pero la muerte le impidió dar forma artística al esbozo que tengo ante mi vista. Según este desconocido manuscrito don Quijote había nacido en una familia noble pero venido a menos; desde la infancia dio muestras de espíritu audaz y de ingenio movedizo. Siendo algo mayorcito, y cuando hubo aprendido con el sacerdote del lugar algo de latín y de teología, fue enviado por su padre a la famosa Universidad de Salamanca, donde en un principio se sintió atraído por las cátedras que dictaban los maestros de filosofía. Pero al cabo de un par de años perdidos en aquella fatigosa y, tediosa disciplina, nuestro Alonso Quijano, pues éste era su verdadero nombre, se disgustó de aquellas acrobacias y artimañas mentales y de tan estériles juegos dialécticos; entonces se orientó hacia las letras humanas y halló sus deleites en escribir romances y redondillas sobre temas amorosos. Durante este período se había enamorado de una hermosa jovencita, hija de un corregidor, doncella que, aun cuando más no fuera que con miradas y guiños, daba señales de corresponder a su tímida pero fogosa pasión.

Finalmente, una noche pudo hablarla aunque por muy pocos momentos, y la joven, temblando en la oscuridad, le prometió que sería suya y jamás de ningún otro. El joven caballero, delirante de felicidad, continuó soñando y escribiendo para ella poemas tan ardorosos que, según escribe Cervantes, parecían chamuscar el papel en que los garabateaba. Pero... un mal día el pobre enamorado se enteró de que su prometida se había casado con un doctor en leyes, amigo del padre de ella. Entonces Don Quijote comprendió de qué clase de paño estaban hechas las mujeres, sin excluir a las que parecen angelicales, y cobró odio hasta contra la poesía que tan poca ayuda le había prestado.

Fue tal su desesperación que solicitó y obtuvo ser admitido como novicio en un convento de carmelitas. Desde su temprana niñez había sido un cristiano devoto, y ahora, sabida la traición de la amada, se persuadió de que únicamente Dios merecería el afecto íntegro de su corazón. Permaneció en el convento por más de un año, esforzándose por llegar a los más elevados grados de la perfección. Pero el espectáculo que le brindaban los monjes, tanto los jóvenes como los viejos, era para su cándida alma algo muy distante de ser ejemplo de edificación. Los más eran perezosos e indiferentes, como ligados por un hábito mecánico a los deberes externos de su profesión. Algunos se mostraban arrogantes, impacientes, malignos e hipócritas. Ni siquiera faltaba alguno que se embruteciera en la ebriedad o buscara a las mujeres. El futuro Don Quijote tuvo valor suficiente para quejarse de aquellas desvergüenzas ante el Maestro de Novicios, quien desde ese día le cobró ojeriza y se complacía atormentándolo con castigos injustos. Una buena mañana, el Superior del convento lo llamó a su celda y le dijo que no estaba seguro de su vocación religiosa; el joven novicio tuvo que dejar los hábitos y salir de allí.

Gracias a la protección que le brindó un tío marqués, bien visto por el Rey, fue recibido como gentilhombre de cámara en la corte de Madrid. Según lo da a entender Cervantes, esa experiencia fue una de las más desgraciadas en su vida. Contaba ya casi treinta años de edad y su espíritu había madurado con largas lecturas y meditaciones. Todo cuanto observaba a su alrededor le hacía sufrir: la corrupción de las damas, la altanería de los grandes, la avidez de los ministros, las intrigas de los cortesanos, la abyección de los subalternos, todo ello hería y ofendía continuamente su ánimo sensible y delicado. No pudiendo aguantar más el hedor de aquella cloaca dorada, pidió licencia a Su Majestad y obtuvo permiso para dirigirse al Nuevo Mundo, como oficial de la guardia de un virrey. Al comienzo el joven castellano halló grandísimo placer recorriendo a caballo montañas y bosques, en medio de gente salvaje tan diversa de la que moraba en su patria. Pero tiempo después también esta nueva experiencia concluyó dolorosamente, como las anteriores. Cristiano e hidalgo como era, el futuro defensor de los débiles no pudo soportar la vista de las atroces exacciones y cargas a que eran sometidos los pobres indios. La crueldad y jactancia de los conquistadores, la avidez y desenfreno de los oficiales de gobierno, los abusos y costumbres depravadas de la soldadesca, todo esto le llenó de náuseas, repugnancia y horror. En su honrada ingenuidad tuvo la malhadada idea de denunciar tales vergüenzas al Consejo de Indias, que tenía su sede en Sevilla. Se envió entonces desde España un inquisidor real, quien comprado con ducados sonantes por el virrey, escribió en su informe que el señor Alonso Quijano era un visionario calumniador, un desatinado loco, y como tal lo hizo arrestar.

Llevado a España fue encerrado en las cárceles de Alba de Tormes, donde languideció por espacio de varios años sin ser juzgado por tribunal alguno. El desventurado se resintió por aquella infame injusticia y cayó en una especie de melancolía fantasiosa de la que nunca se recuperó. Finalmente fue considerado enfermo poco peligroso y le devolvieron la libertad. No hizo entonces intento ninguno por reiniciar una nueva vida. Volvió a la casa paterna, en la que ya habían muerto todos los suyos, y procuró consolarse de la desagradable realidad, por él en tan diversos modos conocida, refugiándose en el reino de la fantasía heroica y poética, en los poemas caballerescos y novelescos donde hallaba intelectualmente satisfechos sus ideales de caballero cristiano, enamorado y sin miedo. Lo que le sucedió una vez saturado con aquellas lecturas solitarias, es conocido por todos los que han leído la obra maestra de Don Miguel de Cervantes y Saavedra.

Pero, me parece que en esta otra obra apenas esbozada, que actualmente se halla en mi poder, está la verdadera clave y justificación de las fantasías y empresas de Don Quijote de la Mancha. Finalmente, se comprende así también por qué el viejo hidalgo, desilusionado, contristado y perseguido, solo en su casa, se consagró a leer aquellos libros de aventuras imaginarias, los únicos que podían consolarlo y compensarlo de la dura y sucia realidad que hasta entonces tanto le había hecho sufrir. Quien no conoce la juventud de Alonso Quijano no puede comprender al Don Quijote de la Mancha ya maduro, ni tampoco sus generosas y desinteresadas extravagancias.


Giovanni Papini "El Libro Negro" extracto.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

LA CIUDAD Córdoba




Quien desde tanto tiempo aquí ha tomado
asiento y vigilancia entre los hombres
puede dejarse confundir oculto
tras la sospecha hostil de la asamblea.
De otra memoria nadie
conservará los viejos atributos;
y en la tarde templada,
por las estrechas calles solitarias,
alguien apenas distinguir sabría
tu inconfundible traza de extranjero.

Mientras contemplas la ciudad que amas
en la noche festiva,
el corazón, lo mismo que un fantasma
en su heredad, se pierde entre las sombras.
Tu pensamiento, luego que dejaste
la plaza y el balcón, agua gloriosa
de la mañana, y diste
en las robustas filas de la obra
ejemplo urbano al brazo mercenario,
naufraga allí, oh hastío
sin término, tortura separada,
curso del hombre anclado en su demora.

Podrías fingirte ciego
o dejarte sangrar contra las garras
del tosco almotacén, en la concordia
altisonante de los mercaderes.
Todo proclama el lleno de la vida,
los oficios urdidos,
la lejanía aún de tu existencia.
Una disputa acaso entre los templos
altera el bronce frío y la liturgia
del Dios que, como tú, discurre en las afueras.
Toma entonces la vida
bajo esa clara sombra de la fuente:
nadie vendrá contigo a compartirla
si no es el viento suavemente airado.

La esplendidez de la mañana, ésta
o aquélla iguales en tu misma carne,
con cuánta disciplina distribuye
y recompensa al forastero, asido
con firmes lazos al trasiego urbano.
Esos triunfos sólo son de olvido
que con su piel sucumbirán un día.
¡Levad, levad, que afluye
la llana comitiva de los pueblos!
Pasan del río al zoco o a la aljama
bajo el boato de los sicomoros,
y al toque cenital, la hora dando
justa del ser que ordena
existencia y retales,
sólo el silencio, como un perro hambriento,
sus pasos con los tuyos acompasa.
Si en un orden así, por una suerte
más primitiva escapas
a la ciudad terrena y sus afanes,
teme que en otra libertad no encuentres
la esclavitud preciosa de la vida.
Y este ritmo ideal, amurallado
en un designio grato a los mortales,
tú lo percibes yerto en otra instancia
como un rumor estéril de la sangre.

Aquéllos que creíste
en vecindad, cayeron.
Río y almunia parecían eternos
en una convivencia tan risueña;
pero esos dones pasajeros, siempre
ausente tú del premio de la tierra,
a ellos liberó hasta extinguirlos
en la paz victoriosa del olvido.

Y a ti, oh ciudad, si un día
a someterme al yugo de los tuyos te inclinas,
que un raso afán diario
de amor mortal me ocupe y me consuma.
Mas si otra vez no acudo
en una edad contigo,
toda esperanza quítame piadosa,
al fin dormido bajo los cipreses.


VICENTE NUÑEZ (poeta cordobés)